Seis meses dan para mucho. Desde Delhi se viaja en tren a Amritsar, en el norte, para admirar el Templo Dorado. Por Chandigarh se llega a Shimla, la reina de las montañas. Desde esta estación de montaña se puede poner rumbo noroeste hacia la budista Dharamsala, morada del dalái lama, o hacia Manali, punto de partida del bello pero agotador viaje por tierra hasta la escarpada Ladakh (jul-sep), puerta del Himalaya. Luego toca dirigirse al sur para practicar yoga en Rishikesh y bajar hasta Agra para ver el Taj Mahal. Después se va sin prisas hasta Khajuraho, con sus sensuales templos, y se buscan tigres en la jungla en el Parque Nacional de Bandhavgarh. Se continúa hasta Benarés para surcar el Ganges en barco.
Hay que dejar tiempo para desvíos en el viaje a Calcuta, capital de Bengala Occidental. Después se salta al norte hasta Darjeeling o Sikkim para contemplar el Himalaya y, seguidamente, se baja por la costa hasta las ciudades de Konark y Puri, en Orissa (Odisha), famosas por sus templos. Luego se puede volar hasta Madrás (Chennai).
Algunas paradas esenciales en el extremo sur de la India son Mamallapuram (Mahabalipuram), por las tallas de sus templos; Puducherry (Pondicherry), por su refinamiento colonial; y Madurai, por las deidades que adornan las torres de sus templos. Hay que reservar unos días para las playas de Kerala y saltar después al interior hasta Mysore para ver cómo vivían los marajás.
Al norte, la etapa siguiente es Hampi, con sus ruinosos templos y ciudades entre peñascos; después, más playa en la costa de Goa. Se prosigue hasta Bombay para ver una película de Bollywood y las pinturas y tallas rupestres de Ajanta y Ellora.
Para acabar, se va a Rajastán a visitar sus tres ciudades de colores: Jaipur (rosa), Jodhpur (azul) y Udaipur (blanca). Quizá quede tiempo para desviarse a los templos y reservas naturales de Gujarat antes de cerrar el círculo regresando en tren a Delhi.